HABLEMOS UN POCO DE CINE: hemos visto esta semana dos pelis de esas menos comerciales y más artísticas y tal. O sea, de las que solo se pueden ver en los Multis de Bilbao, que ya forman parte de nuestra vida, tantos años yendo varias veces al mes.; que, por favor, no los cierren nunca: sería una pérdida irreparable para quienes amamos este cine de calidad que, lamentablemente, tiene un público, aunque fiel, muy minoritario. Al tema: «DÍAS DE PATAGONIA», del bonaerense Carlos Sorín, tiene el encanto y el doméstico misterio poético, de intriga psicológica, de su obra anterior (nos encantaron sus «Historias mínimas» y, algo menos, pero también, «Bombón, el perro») pero, por ponerle una pega, se nos queda corta de metraje (solo hora y cuarto, se pasa de escueta) y de historia, no porque tenga poco o soso contenido sino porque te deja con ganas de más, de que continúe la historia de un padre cincuentón y su hija reencontrados tras años de separación en Patagonia. Él, intentando aficionarse a la pesca para superar su pasado de alcohólico sin hobbies ni esposa ni trabajo estimulante ni agarradero alguno al que asirse; ella, olvidando el desamor paterno y creando, con coraje y resignación, una modesta familia en una zona de la Patagonia poco poblada y un tanto inhóspita. Bocetos muy atinados de retratos psicológicos de la fauna local, del sistema y la organización social de un ámbito rural ignoto para un señor de Buenos Aires y un espectador de Getxo, paisajes fotografiados con tanto respeto y distancia emocional como militante rechazo del preciosismo de postal, «Días de pesca en Patagonia» es una especie de western casi crepuscular en el que la violencia y la tensión es sutil y psicológica. Muy bien narrada, nos parece recomendable, particularmente para fans del cine pausado y de personajes y temáticas muy humanos. El peso de los polvorientos fardos del pasado y de esos grandes errores, hoy incomprensibles entonces casi inevitables, que dejan heridos en el camino a los que es hora de atender y dar explicaciones para recuperar su afecto y para reencontrarnos con lo que algún día fuimos y lo que aún recordamos como nuestra mejor versión. No volverá a ser igual, pero quizá dejará de ser tan crudo e insoportable, parece querernos decir Sorín.
¿La otra peli? «ÉRASE UNA VEZ EN ANATOLIA», Gran Premio del Jurado en Cannes 2011, del director turco Nuri Bilge Ceylan, nos en-can-tó, aunque reconozcamos que le sobra autocomplacencia, reiteración de planos y casi una hora de cinta. Porque todo lo demás es digno de aplauso, desde la historia (tres coches, con policías, un médico, el fiscal y el comisario de una pequeña ciudad y un asesino pasional confeso transitan por aisladas y mal pavimentadas carreteras rurales intentando localizar la ubicación de un cadáver enterrado por el homicida que va en la comitiva y no recuerda dónde sepultó a la víctima, hasta el modo de contarla (una road movie que va in crescendo en interés y tensión, con personajes certera y compasivamente descritos, con sus problemas cotidianos tan bien auscultados y sus maneras de ser tan opuestas y, sin embargo, tan similares). La detallada y amena descripción de la sociedad rural y urbana turca, de los -para nosotros- solo relativamente extraños paisanos que la conforman, del peculiar entramado de la policía y la Justicia, de la Administración local, de la Sanidad, de la forma de ser y sufrir de las gentes (esa preciosa adolescente, hija del alcalde para más señas, condenada al ostracismo en una miserable aldea; ese médico desorientado, deprimido y sin ánimo para enfrentarse a sus decepciones vitrales) de las tensiones urbe/campo, tradición y ancestros/modernidad y UE…, la peli ilustra perfectamente la idiosincrasia otomana, y lo hace utilizando como vehículo una historia harto original aderezada con brotes exquisitos de humor (el adusto fiscal que se parece e imita a Clark Gable), sin rehuir al núcleo narrativo: un drama anclado en las perversas tradiciones seculares de zonas atrasadas del planeta, expuesto de modo tan crudo como desapasionado, y con un final insólito, rayano en la perfección: una autopsia, en la que lo que analiza y destripa es bastante más que el cadáver de un asesinado por un conflicto pasional. Sin duda, «ÉRASE UNA VEZ EN ANATOLIA» es, con sus visibles imperfecciones y desmesuras, una de las pelis de la temporada.
Os dejamos hoy con el británico JAMES BLAKE y el tema que da nombre a su segundo disco, «Overgrown». Delicioso. Una especie de Antony con electrónica en lugar de orquesta de cámara y piano. Pero con entidad propia, sin duda.